Por Enrique Javiér Díez Gutiérrez, Profesor de la Universidad de León.
LA CRISIS que sufrimos obedece a la estructura básica del vigente sistema político-económico capitalista y neoliberal. No se trata de la acción depredadora de unos cuantos banqueros y financieros corruptos, o la distorsión del mercado. No es una distorsión del capitalismo contemporáneo sino, al contrario, el medio para que funcione plenamente, la esencia del mismo: la búsqueda del máximo beneficio de unos pocos a costa de la explotación de los trabajadores y las trabajadoras de todo el planeta.
El capitalismo no se puede humanizar porque es, en sí mismo, injusto e inhumano. Este sistema, junto al colonialismo y el imperialismo, ha sido y continúa siendo responsable, como nunca antes en la historia, de la explotación extrema de los seres humanos, de la destrucción, del derroche y de la degradación de los recursos naturales planetarios que son centrales para sustentar la vida y la dignidad humana. La consecuencia de la globalización capitalista ha sido la destrucción de lo colectivo, la apropiación por el mercado y las entidades privadas de las esferas pública y social.
Porque la voracidad del capitalismo no tiene límites. Necesita expandirse continuamente para tener mayores tasas de ganancia. De ahí la huida hacia delante en las inversiones financieras. Pero esto no podía durar eternamente cuando la base productiva sólo crecía con una tasa débil. La llamada «burbuja financiera», significa que el volumen de las transacciones financieras es del orden de dos mil trillones de dólares cuando la base productiva, el PIB mundial, sólo es de unos 44 trillones de dólares. Hace treinta años, el volumen relativo de las transacciones financieras no tenía ese tamaño. Esas transacciones se destinaban entonces principalmente a la cobertura de las operaciones directamente exigidas por la producción y por el comercio nacional e internacional. La crisis debía pues estallar por una debacle financiera.
Cuando ésta estalló y los bancos comenzaron a desmoronarse, los neoliberales se quedaron afónicos exigiendo la protección del Estado. Archivaron sus doctrinas de libre comercio y reclamaron la salvación del sistema financiero argumentando que, dado que los bancos y las grandes empresas son las que bombean el dinero requerido por toda la sociedad, debían ser preservadas con fondos públicos de esa sociedad. Desde mediados de 2007 se han venido incrementando las masivas inyecciones de dinero, extraído mágicamente de los impuestos de los contribuyentes, en un intento por evitar el colapso de los más grandes bancos y empresas, principales responsables de la crisis. En un mundo en el que se aseguraba que no hay dinero para las pensiones, para el seguro de desempleo, para la educación, para la sanidad, ahora resulta que sí que hay dinero, que éste fluye por encanto. Hace unos meses, el anterior presidente de EE.UU., Bush, se negó a firmar una ley que ofrecía cobertura médica a nueve millones de niños y niñas pobres por un coste de 4.000 millones de euros. Lo consideró un gasto inútil. Después, para salvar a los banksters («banqueros gánsteres») de Wall Street nada le parecía suficiente.
No existe, ni ha existido nunca, el denominado «libre mercado». Es una falacia que, a base de oírla, repetida una y otra vez por determinados políticos y medios de comunicación, nos la hemos creído ingenuamente. Cuando esos mercados tienen problemas no se les deja que «libremente» los solucionen, como cuando tienen grandes beneficios y entonces, sí que se reparten los dividendos «libremente». Se confirma así una ley del cinismo neoliberal: Privatizados ya los beneficios, en cuanto resultan amenazadas las inversiones financieras, se socializan las pérdidas. Como ya advertía Galbraith, cuando se trata de los empobrecidos, la ayuda y el subsidio del gobierno resultan sumamente sospechosos en cuanto a su necesidad y a la eficacia de su administración a causa de sus efectos adversos sobre la moral y el espíritu de trabajo. Esto no reza, sin embargo, en el caso del apoyo público a quienes gozan de un relativo bienestar. No se considera que perjudique al ciudadano el que se salve de la quiebra a un banco. Los relativamente opulentos pueden soportar los efectos morales adversos de los subsidios y ayudas del gobierno; pero los pobres no.
Parece que la apuesta de los gobiernos del norte es una política de reflotamiento de las instituciones económicas y financieras sin cambiar nada de fondo. De hecho, las medidas gubernamentales europeas y mundiales, con ayudas a la banca y a las grandes empresas, tienen como finalidad primordial impedir el colapso del sistema, no enfrentarse al dominio de los mercados financieros sobre la economía real y poner ésta al servicio de la sociedad. No sólo están confiando el diseño de la política anticrisis a los mismos grupos de interés que nos han conducido a esta situación, con su increíble combinación de codicia y dogmatismo económico, sino que, de hecho, esas inyecciones financieras permiten que la gran banca siga haciendo sus negocios de alto riesgo sabiendo que el dinero público estará siempre disponible para su salvación.
En definitiva, cualquier medida se ha convertido en un callejón sin salida en el marco del capitalismo neoliberal. Porque no sólo se está cuestionando la legitimidad del paradigma neoliberal, sino el propio futuro del capitalismo en sí mismo. Por ello, no se trata de refundar el capitalismo, sino de construir el socialismo democrático del siglo XXI que dé a la ciudadanía control real y efectivo sobre los recursos del planeta y sobre las decisiones que afectan a sus vidas.
LA CRISIS que sufrimos obedece a la estructura básica del vigente sistema político-económico capitalista y neoliberal. No se trata de la acción depredadora de unos cuantos banqueros y financieros corruptos, o la distorsión del mercado. No es una distorsión del capitalismo contemporáneo sino, al contrario, el medio para que funcione plenamente, la esencia del mismo: la búsqueda del máximo beneficio de unos pocos a costa de la explotación de los trabajadores y las trabajadoras de todo el planeta.
El capitalismo no se puede humanizar porque es, en sí mismo, injusto e inhumano. Este sistema, junto al colonialismo y el imperialismo, ha sido y continúa siendo responsable, como nunca antes en la historia, de la explotación extrema de los seres humanos, de la destrucción, del derroche y de la degradación de los recursos naturales planetarios que son centrales para sustentar la vida y la dignidad humana. La consecuencia de la globalización capitalista ha sido la destrucción de lo colectivo, la apropiación por el mercado y las entidades privadas de las esferas pública y social.
Porque la voracidad del capitalismo no tiene límites. Necesita expandirse continuamente para tener mayores tasas de ganancia. De ahí la huida hacia delante en las inversiones financieras. Pero esto no podía durar eternamente cuando la base productiva sólo crecía con una tasa débil. La llamada «burbuja financiera», significa que el volumen de las transacciones financieras es del orden de dos mil trillones de dólares cuando la base productiva, el PIB mundial, sólo es de unos 44 trillones de dólares. Hace treinta años, el volumen relativo de las transacciones financieras no tenía ese tamaño. Esas transacciones se destinaban entonces principalmente a la cobertura de las operaciones directamente exigidas por la producción y por el comercio nacional e internacional. La crisis debía pues estallar por una debacle financiera.
Cuando ésta estalló y los bancos comenzaron a desmoronarse, los neoliberales se quedaron afónicos exigiendo la protección del Estado. Archivaron sus doctrinas de libre comercio y reclamaron la salvación del sistema financiero argumentando que, dado que los bancos y las grandes empresas son las que bombean el dinero requerido por toda la sociedad, debían ser preservadas con fondos públicos de esa sociedad. Desde mediados de 2007 se han venido incrementando las masivas inyecciones de dinero, extraído mágicamente de los impuestos de los contribuyentes, en un intento por evitar el colapso de los más grandes bancos y empresas, principales responsables de la crisis. En un mundo en el que se aseguraba que no hay dinero para las pensiones, para el seguro de desempleo, para la educación, para la sanidad, ahora resulta que sí que hay dinero, que éste fluye por encanto. Hace unos meses, el anterior presidente de EE.UU., Bush, se negó a firmar una ley que ofrecía cobertura médica a nueve millones de niños y niñas pobres por un coste de 4.000 millones de euros. Lo consideró un gasto inútil. Después, para salvar a los banksters («banqueros gánsteres») de Wall Street nada le parecía suficiente.
No existe, ni ha existido nunca, el denominado «libre mercado». Es una falacia que, a base de oírla, repetida una y otra vez por determinados políticos y medios de comunicación, nos la hemos creído ingenuamente. Cuando esos mercados tienen problemas no se les deja que «libremente» los solucionen, como cuando tienen grandes beneficios y entonces, sí que se reparten los dividendos «libremente». Se confirma así una ley del cinismo neoliberal: Privatizados ya los beneficios, en cuanto resultan amenazadas las inversiones financieras, se socializan las pérdidas. Como ya advertía Galbraith, cuando se trata de los empobrecidos, la ayuda y el subsidio del gobierno resultan sumamente sospechosos en cuanto a su necesidad y a la eficacia de su administración a causa de sus efectos adversos sobre la moral y el espíritu de trabajo. Esto no reza, sin embargo, en el caso del apoyo público a quienes gozan de un relativo bienestar. No se considera que perjudique al ciudadano el que se salve de la quiebra a un banco. Los relativamente opulentos pueden soportar los efectos morales adversos de los subsidios y ayudas del gobierno; pero los pobres no.
Parece que la apuesta de los gobiernos del norte es una política de reflotamiento de las instituciones económicas y financieras sin cambiar nada de fondo. De hecho, las medidas gubernamentales europeas y mundiales, con ayudas a la banca y a las grandes empresas, tienen como finalidad primordial impedir el colapso del sistema, no enfrentarse al dominio de los mercados financieros sobre la economía real y poner ésta al servicio de la sociedad. No sólo están confiando el diseño de la política anticrisis a los mismos grupos de interés que nos han conducido a esta situación, con su increíble combinación de codicia y dogmatismo económico, sino que, de hecho, esas inyecciones financieras permiten que la gran banca siga haciendo sus negocios de alto riesgo sabiendo que el dinero público estará siempre disponible para su salvación.
En definitiva, cualquier medida se ha convertido en un callejón sin salida en el marco del capitalismo neoliberal. Porque no sólo se está cuestionando la legitimidad del paradigma neoliberal, sino el propio futuro del capitalismo en sí mismo. Por ello, no se trata de refundar el capitalismo, sino de construir el socialismo democrático del siglo XXI que dé a la ciudadanía control real y efectivo sobre los recursos del planeta y sobre las decisiones que afectan a sus vidas.
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